Durante buena parte de esta cuarentena, el panorama político andaluz, más que afectados por la covid, parecía que más bien víctima del virus del sueño. La Junta de PP y Ciudadanos se han tomado de ejemplo por su gestión de la crisis sanitaria y económica, con críticas de guante blanco al mando único del gobierno central, mientras la oposición mordía sin ganas y hasta escenificaba un acuerdo de paz entre Juanma Moreno y Susana Díaz que se ponía como ejemplo para la política nacional.
Pero en la política, como en la cocina, hay que estar muy atento a no dejar la sartén sin vigilancia y saber utilizar con prudencia los distintos condimentos. Y, en el guiso de San Telmo, a alguien se le fue la mano con el laurel. La puesta en escena por sorpresa de un anagrama distintivo de la Presidencia de la Junta ha zarandeado más la contestación en estas semanas a Moreno Bonilla que la retirada de mascarillas defectuosas o el desborde de la pandemia en distintas residencias de mayores.
La polémica se centra en la alteración para este fin del logo de la Junta de Andalucía, con la incorporación de la corona real y una corona de laureles, algo en los que algunos han visto una profanación de una seña de la comunidad protegida por el Estatuto de Autonomía. Desde el Gobierno se niega la mayor, rechazando tajantemente que se trate de una sustitución del escudo autonómico, sino, en todo caso, del de la Presidencia de la Junta como institución diferenciada. Hablan de una figura nueva, un sello cuya existencia no estaba prevista ni ha resultado necesaria en cuatro décadas de historia autonómica. Además, desde el gobierno se aprovechó para declarar contra el PSOE, que optó por el mismo diseño del escudo coronado y orlado de laureles al instituir en 1985 las Medallas de Andalucía.
La oposición, por su parte, ha utilizado la simbología del laurel para acusar de personalismo y megalomanía a Moreno, autoproclamado, a su juicio, en un "césar a la andaluza". La polvareda desatada, especialmente a través de las redes sociales, nos demuestra una vez más que los debates simbólicos se libran con mucha más virulencia que otros tantos cuya repercusión en la vida diaria de los ciudadanos es mucho más evidente. Un gobierno puede equivocarse en la economía, en la sanidad, en la educación, y no verse apenas sacudido por la opinión pública. Sin embargo, cuando entran en juego banderas, himnos o escudos salen a relucir los apoyos y las iras más viscerales.
Se desconoce la intención del equipo de comunicación de San Telmo al lanzar este distintivo. No sé si es una magistral cortina de humo o un error garrafal que desgasta la imagen de un gobierno al que esta crisis estaba beneficiando políticamente. Solo queda clara una enseñanza: un Blas Infante resucitado tendría que seguir pidiendo a los andaluces que se espabilaran, decepcionado porque se levanten más por los símbolos que él propuso que por la batalla de la tierra y la libertad.
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