Ochenta estudiantes, treinta minutos de reloj, un nudo en el estómago y el software de una plataforma de enseñanza colapsado. Los truenos que anuncian una tormenta perfecta y ¿qué momento mejor para un poco de lluvia que en pleno examen online?
Si esto hubiera ocurrido en otras circunstancias, cientos de estudiantes saldrían en masa a las puertas de los rectorados exigiendo explicaciones. Hoy, no queda otra opción que escribir un correo electrónico y, con un poco de suerte, el profesor contestará algo así como “no podemos hacer otra cosa”.
En estos dos meses, la educación se ha convertido en el más sobrecogedor de los espectáculos circenses: Un estudiante funambulista cruza un abismo sobre una cuerda floja, mientras, a cada lado del recorrido, hay un profesor. Los dos llevan una venda en los ojos y una espada en las manos, pero juegan de manera diferente. El primero, a ciegas, golpea con el sable la cuerda, intentando romperla, porque así lo lleva haciendo más de veinte años. Al otro extremo, el segundo, se ha dado cuenta de algo: si corta la cuerda, el funambulista muere; por lo que tira la espada y observa cómo el estudiante intenta cruzar, rezando para que el arma de su homónimo no esté tan afilada.
El problema es que sí lo está. No tiene miedo de usarla y, probablemente, cuando se rompa, ambos pidan perdón. El primero, porque ha hecho su trabajo, como ha hecho siempre, y el que se había quitado la venda, porque no ha podido hacer otra cosa; pero, aquí, el que se estrella es el estudiante.
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