Decía mi madre que hace falta que muera uno para que le veneren, pero es que tú no moriste, estás más vivo que nunca.
Ni siquiera sabemos cómo ocurrió ni dónde duermes ahora. Hablan de rumores con fusiles y olivos, pero lo único que cuenta el informe policial es la historia de un hombre que confesó ser fiel a sus principios y a sus amores, en una época en la que dos Españas pintaban las paredes con cal y sangre.
Los herederos de esos que ayer veían dianas sobre tus sienes, hoy dibujan esvásticas en tus bustos y, para colmo, se creen con la honra suficiente para citarte en una tribuna democrática. Qué ironía ¿no crees?
¿Solo eso quedó de ti? Que utilicen tus restos como arma arrojadiza, en lugar de venerarlos como al Dios de la literatura que en realidad eras. Rompedor, apasionado, valiente y comprometido con el cambio que tanto se necesitaba.
¡Ay de ti! Si levantaras la cabeza, volverías a esconderla por miedo a repetir un deja vu constante.
Pero, descansa, que tú no tienes la culpa, la culpa es de la tierra y de los hombres que, al pisarla, olvidan su historia, condenándose a repetirla.
Tú duerme, Federico, que ahora que quedaste lejos, no pueden hacer más que venerarte.
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